Corríamos por los atajos del monte, trepábamos como cabritas salvajes por los mogotes, andábamos por el borde de los despeñaderos.
Éramos livianos y veloces, ágiles y aptos para cualquier tarea que oscilara entre encontrar un manantial en la grieta de una roca y robar un camoatí sin que las avispas se dieran cuenta de nuestra presencia.
Éramos parecidos a los dioses o tal vez por ese entonces, éramos dioses.
Nos tomábamos todo el tiempo para vagabundear buscando frutas silvestres, para husmear en los nidos y descubrir los milagros de la existencia a través del nacimiento de un pichón.
Demorábamos nuestros juegos para ayudar con su carga exagerada a alguna hormiga o para provocar una justificada eutanasia con algún insecto herido de muerte.
Nos sentábamos en silencio a orillas del remanso del arroyo, a esa hora en que los ángeles se congregaban para cantar y muy quietos, esperábamos el momento en que ellos llegaban desde distintos horizontes con sus estibas de la labor del día.
(Contaba mi ángel: los guardianes absorbemos las ansiedades, los pesares, los riesgos cotidianos de nuestros encomendados y cuando nos reunimos a cantar en alguna aguada, todas las malas energías se reciclan en energías buenas.)
Ése era el momento más precioso. Nada podía compararse con ese instante en el que, nosotros - unos chiquillos traviesos - podíamos comprender el prodigio de aquel Sonido entre los sonidos: las voces de los ángeles amalgamadas en un coro indescriptible por su sublimidad, por su magnificencia, por la dulce fuerza de sus ondas que nos abarcaban y nos elevaban y nos paseaban por el aire como si hubiéramos podido cabalgar en la brisa de su aliento.
Habíamos aprendido de ellos el placer que da detenerse a escuchar.
Habíamos aprendido a gustar de lo celestial, de lo extraordinario, de lo maravilloso.
Y después fuimos creciendo.
Y las cosas fueron cambiando de dimensión.
Y ya no tuvimos más tiempo.
Y ya no volvimos a ser parecidos a los dioses.
Y ya no creímos que había un ángel para cuidar de nosotros.