La Canción de los Ángeles

Muchos de nosotros vivimos tan agobiados por lo mecánico de la existencia, que jamás hacemos pausa para oír cantar a los ángeles una sinfonía de Brahms ni ver a los querubines deslizarse por el arco iris. Selwyn James

Corríamos por los atajos del monte, trepábamos como cabritas salvajes por los mogotes, andábamos por el borde de los despeñaderos.

Éramos livianos y veloces, ágiles y aptos para cualquier tarea que oscilara entre encontrar un manantial en la grieta de una roca y robar un camoatí sin que las avispas se dieran cuenta de nuestra presencia.
Éramos parecidos a los dioses o tal vez por ese entonces, éramos dioses.
Nos tomábamos todo el tiempo para vagabundear buscando frutas silvestres, para husmear en los nidos y descubrir los milagros de la existencia a través del nacimiento de un pichón.
Demorábamos nuestros juegos para ayudar con su carga exagerada a alguna hormiga o para provocar una justificada eutanasia con algún insecto herido de muerte.
Nos sentábamos en silencio a orillas del remanso del arroyo, a esa hora en que los ángeles se congregaban para cantar y muy quietos, esperábamos el momento en que ellos llegaban desde distintos horizontes con sus estibas de la labor del día.
(Contaba mi ángel: los guardianes absorbemos las ansiedades, los pesares, los riesgos cotidianos de nuestros encomendados y cuando nos reunimos a cantar en alguna aguada, todas las malas energías se reciclan en energías buenas.)
Ése era el momento más precioso. Nada podía compararse con ese instante en el que, nosotros - unos chiquillos traviesos - podíamos comprender el prodigio de aquel Sonido entre los sonidos: las voces de los ángeles amalgamadas en un coro indescriptible por su sublimidad, por su magnificencia, por la dulce fuerza de sus ondas que nos abarcaban y nos elevaban y nos paseaban por el aire como si hubiéramos podido cabalgar en la brisa de su aliento.
Habíamos aprendido de ellos el placer que da detenerse a escuchar.
Habíamos aprendido a gustar de lo celestial, de lo extraordinario, de lo maravilloso.
Y después fuimos creciendo.
Y las cosas fueron cambiando de dimensión.
Y ya no tuvimos más tiempo.
Y ya no volvimos a ser parecidos a los dioses.
Y ya no creímos que había un ángel para cuidar de nosotros.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Eramos dioses recién llegados!
Todo es cuestión de emprender el camino de vuelata.

Leticia Caceres dijo...

me gusto este porque relata la niñez de cualquiera de nosotros un gran beso, Leti